Las crueles burlas que sufren los detenidos en Belarús (Bielorrusia)
14 agosto 2020 | Elizaveta Fokht, Anna Pushkarskaya, Oksana Chizh, BBC
18+. Atención: este texto contiene descripciones de escenas violentas.
Tras las protestas que empezaron en Belarús después de las elecciones presidenciales, miles de personas fueron detenidas, arrestadas y torturadas. A muchos les dieron palizas, les hicieron pasar hambre y humillaciones. La BBC ha hablado con algunas personas que sufrieron este cruel trato en los furgones policiales, cárceles y comisarías de Belarús.
Alina Beresneva, 20 años
La noche del 9 al 10 de agosto mis amigos y yo nos encontramos con el OMON (policía antidisturbios) volviendo del centro de Minsk. No habíamos participado en la manifestación, pero me tiraron al suelo igualmente: sigo teniendo arañazos en el brazo. Después nos subieron a un autobús.
Nos llevaron a la calle Okrestina (al centro de aislamiento de delincuentes de la Dirección Principal de Asuntos Internos del Comité Ejecutivo de la ciudad de Minsk – BBC). A la entrada había un hombre diciendo: «Putas, ¡daos prisa!». Yo le pregunté: «¿Por qué nos habla usted así?» Él me cogió del cuello y me empujó contra la pared, me dijo: «Putas, mirad al suelo, a ver si aprendéis por dónde vais y por dónde paseáis».
Éramos 13 chicas, y nos metieron en una celda de cuatro. Le preguntamos a uno de los trabajadores si podíamos hacer una llamada, avisar a un abogado. Nos respondió: «Veis muchas películas americanas, ¿no? Esto no es América, no tenéis derecho a nada».
Pasó la noche, sobre las 12 del mediodía, empezaron a contarnos, nos preguntaron nuestros nombres y apellidos. Sabíamos que llevábamos más de un día sin comer, a todas nos dolía el estómago, teníamos hambre. Empezamos a pedir comida. Estábamos dispuestas a pagar. Nos contestaron: «De eso nada, putas, a ver si aprendéis a quién votar». Nos chocó muchísimo que nos contestaran así. Fue horrible.
Al llegar la tarde vimos (veíamos por una rendija entre la puerta y la apertura para la comida) que sacaban a la gente y la obligaban a firmar algo, aunque gritaban y protestaban. Llegó nuestro turno de firmar estos documentos, y nos pusimos de acuerdo todas las chicas en rechazar las acusaciones.
Yo intenté ver qué ponía el protocolo, empecé a leerlo. Les dije: «Por favor, dejadme ver qué es lo que estoy firmando». Me contestaron: «Ahora te lo cuento, puta. Fírmalo rápido o te ****** [violo] y te echo 20 días más de cárcel». Estaba en shock, me puse a llorar y se quedaron las lágrimas sobre el protocolo. Escribí que estaba «de acuerdo» y firmé sin saber lo que ponía.
Nos prometieron que nos liberarían ese mismo día. Pensábamos que podríamos olvidarlo todo, como si hubiera sido una pesadilla, pero no fue así. Nos volvieron a llevar a la celda, y después nos trasladaron a otra donde ya había otras 20 chicas. Éramos 33. Fue muy humillante.
Lo peor fue cuando no teníamos comida. Yo soy una persona fuerte, pero consiguieron romperme. Estaba allí sentada y me daba tantas vueltas el estómago que no sabía qué hacer. Sabía que mi organismo estaba intentando controlar la situación, pero no podía. Me sentía como una niña pequeña: estaba enfadada, pero no tenía fuerzas para nada y nadie me iba ayudar.
Yo no sabía qué hacer, seguía allí sentada, encogida, empecé a notar un sudor frío y llamaron a un médico. Apenas pude levantarme y les dije por la ranura de la comida: «Entendéis que ni siquiera puedo mantenerme en pie, estoy enferma y muy mareada». Y me dijo la celadora: «habrás aprendido por donde pasear la próxima vez». Al final me dieron una pastilla de validol en ayunas. Por supuesto, no me la tomé, porque sabía que me pondría todavía peor.
Pasó otra noche más. Decidimos que si no nos traían comida, empezaríamos a gritar y a pedir ayuda. El 11 de agosto llegaron más vehículos con detenidos. Vimos por la ventana cómo humillaban a unos chicos. Estaban de rodillas medio desnudos, con el trasero hacia arriba y las manos detrás de la cabeza. Si alguno se movía, los golpeaban con las porras.
A una de nuestras chicas le bajó la regla. Pidió que le trajeran papel higiénico, pero le dijeron: «límpiate con la camiseta». Al final se quitaba la ropa interior, la lavaba y se la volvía a poner hasta que volvía a mancharse. Cuando cambiaron de turno vino una señora que nos trajo el papel. Empezamos hasta a adorarla.
Las ventanas daban a la calle. Escuchábamos a la gente gritando: «¡Liberad a nuestros hijos!». En la celda de al lado había un hombre que gritaba mucho, tenía problemas con la pierna. Estuvo tres días sin que llamaran a emergencias para que le vieran, no pudo aguantar y empezó a gritar por la ventana para que lo oyera la gente. Oímos con claridad cómo un policía abrió la puerta, empezó a golpearle y le dijo: «Joder, prepara el culo, que te voy a volver a meter la sangre que has soltado por ahí».
Si hubiera alguna manera de castigar a esa gente, me encantaría hacerlo. Esto me ha causado un antes y un después en mi vida. Antes quería estudiar en el Ministerio del Interior, hacerme policía para proteger a la gente y los derechos humanos, pero después de lo que he visto allí, ya no quiero. Ahora solo quiero irme de este país y llevarme a toda mi familia y a mis amigos para que no tengan que quedarse.
Sergei (se ha cambiado el nombre por petición del entrevistado), 25 años
Me detuvieron el tercer día de las protestas, el 11 de agosto junto a un centro comercial. No solo estaba el OMON, sino también los cuerpos especiales del «Almaz», que son agentes de élite antiterroristas.
Cuando vimos que se nos acercaban los cuerpos especiales nos dimos cuenta de que solo podíamos escondernos. Yo me senté en un lugar oculto, estuvieron buscándome un rato. Resultó que vi cómo le pegaban a la gente, que estaba arrodillada frente al centro comercial. Uno de ellos se cayó, junto a él se inclinó un antidisturbios, levantó los ojos y nuestras miradas se encontraron. En ese momento pensé que estaba ****** [acabado].
Me llevaron también delante del centro comercial. Golpeaban a todo el que intentaba decir algo. Me colocaron allí, me dieron algunos golpes. Yo tenía una mochila con mascarillas y respiradores. Uno de los oficiales lo vio y dijo: «Vaya ¡esto es de algún organizador!». Empezaron a buscar al dueño.
Yo decidí no reconocer que era mía, porque sabía que me tratarían con todavía más violencia si lo hacía. Tras golpearme durante unos minutos me volvieron a preguntar si la mochila era mía. Les dije que no. Me llevaron detrás del centro comercial tres agentes de los cuerpos especiales. Yo tenía las manos atadas. Sacaron una granada de guerra: yo sé en qué se diferencian de las aturdidoras. Dijeron que le iban a quitar el seguro, me la iban a meter en los calzoncillos, que yo explotaría y ellos iban a decir que había sido un atentado suicida. Que nadie podría demostrar lo contrario y no les pasaría absolutamente nada.
Yo seguí insistiendo en que la mochila no era mía. Me pusieron la granada en los pantalones y salieron corriendo. Después volvieron y dijeron que me estaba pasando de listo, empezaron a golpearme otra vez. En la entrepierna, en la cara. Me ordenaron que llevara la mochila con los dientes. Siguieron golpeándome en la cara con las manos de camino al furgón policial. Si se me caía la mochila, me golpeaban. Ahora tengo fisuras en los dientes por eso.
Me llevaron al vehículo, donde ya había unas 20 personas. Nos tiraban los unos sobre los otros. Había un antidisturbios que caminaba por la gente tumbada. Nos ponían los pies en el cuello para asfixiarnos. Se nos quedaban las manos dormidas por tenerlas atadas, y le pegaban en las manos a quienes se quejaban. Con nosotros iba un asmático que empezó a quedarse sin aire. Un antidisturbios se le acercó, le puso el pie en el cuello, empezó a ahogarlo y le dijo: «Si la palmas, nos da exactamente igual».
Cuando nos sacaron a la calle, había pintura derramada por el suelo. Me mancharon toda la cara con ella para marcarme. Después me llevaron a otro vehículo. Allí había cuatro agentes con porras. Te ponen en el suelo y te pegan en las piernas diciendo: «¡Esto es para que no corras! ¡Ya has corrido suficiente!» Estaba yo solo. Puede que estuvieran llevando allí a más gente. A las chicas no las golpeaban delante de mí.
Después me devolvieron al vehículo donde estábamos todos. Allí había dos chicas de 18 años. Su «pecado» era haber levantado la cabeza y avisar de que alguien se sentía mal. Después de haberlo hecho varias veces, un antidisturbios se acercó a una de ellas, empezó a gritarle y la agarró del pelo. Le afeitó parte de la cabeza y le dijo: «Sois unas putas, os vamos a llevar al centro de detención, os vamos a dejar con los chicos para que os ****** [violen] y luego os llevaremos al bosque».
Había un chico que no quería desbloquear el teléfono. Lo desnudaron por completo y le dijeron que, si no les daba la contraseña, lo violarían con las porras. Entonces se la dio y lo dejaron tirado con los demás.
Nos llevaron a un centro de operaciones. Salimos del vehículo y había un pasillo de 40 personas hasta otro furgón policial. Cuando íbamos por él, nos golpeaban. Si nos caíamos, nos daban golpes hasta que no nos levantábamos: en las piernas, la cabeza… Cuando llegué al otro autobús, me caí de un golpe. Se volvieron a fijar en mí los de los cuerpos especiales porque llevaba una camiseta de solidaridad con los presos políticos rusos. Me dieron una paliza más, y después me agarraron de las manos y los pies y me lanzaron al furgón como si fuese un saco.
Me gritaban, me decían que me arrastrara hasta un punto concreto y volvían a golpearme si iba demasiado lento. Cuando llegué ya no podía moverme más. Se me acercó otro trabajador, me puso un pie en la espalda y empezó a golpearme la cabeza con una porra que no era ya de goma, sino que tenía dentro una vara de metal. Me di cuenta porque dejé de sentir nada después del primer golpe.
Siguió golpeándome un tiempo. Después me cayó más gente encima, me costaba respirar. Seguían dándole palizas a los que estaban arriba. Era una elección muy extraña, no sabía dónde era peor estar: arriba, donde hay aire pero te golpean, o abajo, donde estás ahogándote pero no hay golpes.
Después nos hicieron bajar y había otro «pasillo» donde nos golpeaban. Nos subieron a un vehículo con pequeñas celdas. Estas estaban diseñadas para llevar a tres personas, pero nos metieron a ocho. Yo estaba pegado a la pared y vi que estaba sangrando: entonces me di cuenta de que tenía una brecha en la cabeza. En cierto momento perdí el conocimiento, lo cual se repitió unas cuantas veces.
Cuando llegamos a la prisión, no podía mantenerme en pie por la falta de aire y las heridas que tenía. Me caí de la celda. Dijeron: «Este parece que ya está listo». Me tiraron del vehículo y me dejaron así. Se me acercaron inmediatamente los médicos, que dijeron que tenía la cabeza abierta, muchos golpes, tenía una conmoción con seguridad. Tenía náuseas y se me caía la baba. Ya no me tocaron más. Los antidisturbios estaban discutiendo sobre si me iba a morir o no.
No había suficientes ambulancias para todos, yo estuve esperando una hora. Al final vinieron a por mí. En la ambulancia pedí que me llevaran a casa, y no al hospital, porque de allí se llevaban a los manifestantes arrestados. Como tenía una brecha en la cabeza y sospechaban que podía tener una pierna rota, me llevaron al hospital, aun así.
Los médicos saben que torturan a la gente. Intentan sacar a los que pueden. En total me pusieron 12 puntos de sutura en tres heridas, me operaron, me hicieron radiografías. Después de unas cuantas horas, me recogieron del hospital mis amigos. Como no llevaba encima ni el pasaporte ni el teléfono, no me pudieron identificar.
Mientras me golpeaban, la mayoría del tiempo no pensaba en nada. Tenía miedo, no esperaba tanta violencia. Pensaba en cómo protegerme para preservar mi integridad física. Si soy sincero, también pensaba en emigrar. Si no cambia nada, tendré miedo de vivir en un país en el que te pueden matar en cualquier momento y no se castigará a nadie. Me da miedo pensar que estos agentes que torturan a la gente viven junto a nosotros. Y siguen viviendo su vida normal.
Oleg, 24 años (nombre cambiado a petición del entrevistado)
Soy camionero de larga distancia, no tengo nada que ver con la política, no soy enemigo del pueblo. Llegué hace una semana de un viaje a Siberia. Vi lo que pasaba en Internet. Vi que salían niños, señoras mayores, y pensé: ¿cómo me voy a quedar en casa yo, que soy un chico joven? Y también salí.
Me detuvieron la noche del 10 al 11 de agosto, hacia la medianoche. Hubo una explosión cerca de mí y dejé de oír. Vi que había un chico tirado en el suelo. Quería ayudarle a levantarse, pero tenía la pierna prácticamente amputada. Le había caído una granada aturdidora justo encima, ya no tenía rodilla.
Se me perdió el teléfono, y empecé a buscar una ambulancia. Pasó una cerca y pedí a los médicos que se acercaran. Me pidieron a mí y a varios chicos que nos quedáramos a ayudar. A unos 20 metros de nosotros estaban los antidisturbios con sus escudos, armas, metralletas.
Los de delante no nos arrestaron y les dijeron a los demás que no nos tocaran. Y después se nos acercaron otros corriendo por detrás, nos tumbaron rápido, empezaron a golpearnos en las piernas y nos pusieron las manos detrás de la cabeza. Un médico intentó explicarles la situación gritando: «Pero ¿qué hacéis? No vamos a poder arreglárnoslas ¡esta gente nos está ayudando!»
Al principio nos levantaron, y después de un minuto y medio volvieron y nos dieron una paliza con las porras. De camino al vehículo de detenidos seguían golpeándonos, y dentro también nos pegaban, nos gritaban: «¡Animales, no tenéis arreglo!». Nos pegaban con las manos y los pies, por todo el cuerpo. Con nosotros había un hombre de unos cincuenta años, tenía una minusvalía. Pidió una pastilla diciendo que se encontraba mal. Le daban golpes constantemente.
Cuando se llenó la cámara grande del vehículo, empezaron a dividirnos en otras pequeñas, en grupos de seis personas. No podíamos respirar, solo había una ventanita pequeña. Estuvimos hora y media sentados asfixiándonos. Después nos llevaron a Okrestina. Cuando salimos del vehículo, se hizo un corredor de antidisturbios y policías. Nosotros íbamos corriendo hacia la verja, y ellos nos golpeaban. Nos decían con una sonrisa: «¿No queríais un cambio? ¡Pues ahí lleváis los cambios!»
Estuvimos hora y media de rodillas con la cabeza gacha frente a la pared de cemento. Había piedras, sigo teniendo las rodillas azules. Si alguien protestaba, le pegaban. Una persona empezó a gritar que era un agente del FSB ruso. Lo rodearon, le dieron un golpe en el plexo solar, y cinco personas distintas empezaron a darle una paliza con las porras. A un reportero ruso le dieron otra paliza, estuvo gritando muchísimo. Nos golpeaban por cualquier cosa.
Yo, mientras estaba allí, no pensaba en nada. Me daba mucha pena la gente a la que golpeaban. A mí también me caían golpes de vez en cuando. Después nos metieron en el edificio. Mientras corríamos para entregar nuestras pertenencias, nos seguían pegando con las porras. Después nos sacaron a un pequeño patio, allí había unas 130 personas, unas casi encima de otras. Cada dos horas llevaban a diez personas al cuarto de baño y una vez cada hora nos daban dos botellas de agua de dos litros. A algunos no nos daba tiempo ni a mirarlas y ya se habían acabado.
Luego nos volvieron a sacar a la calle: seguían golpeándonos por el camino. Nos pusieron de rodillas y nos interrogaron. Después nos pasaron a todos a una celda y, mientras corríamos hacia allí, nos seguían cayendo golpes. En la celda había unas 120 personas. Durante el día entero solo nos dieron agua y un bollo de pan para todos.
A la mañana siguiente empezaron los juicios, y en la celda quedamos unas 25 personas. A mí decidieron liberarme en el juicio, no registraron el arresto. Pero seguí retenido hasta bien entrada la tarde. Mis cosas al final no las encontraron, me prometieron que me las darían después. Me sacaron a la calle y vi a muchos chicos tumbados panza arriba. Les estaban dando una paliza, y ellos, gritando. Y al otro lado de la verja estaban sus familiares.
El propio policía que estaba con nosotros decía que aquello era un horror, que daba miedo. Cuando nos sacaron por la puerta de atrás, nos dijeron que si nos acercábamos a la multitud donde estaba la prensa y los familiares nos llevarían de vuelta y acabaríamos con todo el cuerpo azul. Sin embargo, cuando salimos, la gente se nos acercó corriendo como si fuéramos héroes, nos ofrecieron cigarrillos, nos dejaron llamar a nuestras familias. Acabé con las piernas cubiertas de hematomas, igual que la espalda y los omóplatos.
Marylia, 31 años
El 12 de agosto, después de las 11 de la noche, mis amigos y yo volvíamos a casa en coche por la Avenida vacía; ya no había atascos en Minsk, como en los primeros días de protestas, cuando los coches estaban bloqueando las calles. Cerca de la Estela, donde la gente se había reunido el día de las elecciones, un policía de tráfico nos dio el alto y nos ordenó que nos detuviéramos a un lado de la carretera. Además del coche de la policía de tráfico, había varios «autobusitos» (minibuses – BBC). Se acercaron unas personas de uniforme negro con protección, con pasamontañas del mismo color; parece que tenían las rayas del Ministerio del Interior, pero no podía verlo con claridad. Había muchos de ellos, mientras que en nuestro auto solo éramos tres personas. No se identificaron, nos dijeron que saliéramos del coche.
Nos dijeron que desbloqueáramos los teléfonos, luego los agentes comenzaron a mirar las fotos y videos que teníamos. Me llevaron a un lado y los chicos pusieron las manos sobre el capó. Los chicos abrieron sus teléfonos, y en la galería todos tenían videos de las noches anteriores: los vehículos bloqueando las calles y tocando el claxon, etc. Sabemos que según la ley no estamos obligados a enseñárselos, pero cuando un grupo de agentes vestidos de negro con ametralladoras o alguna otra arma se te acerca… Empezaron a maldecir, a gritar: «¿Queréis un cambio? ¡Ahora os vamos a enseñar lo que son los cambios!» Comenzaron a discutir qué hacer con nosotros, decidieron llevarnos al departamento de policía.
Se llevaron las llaves de nuestro coche, nos subieron al autobús. Tampoco le vimos la cara al conductor. Dos agentes armados se sentaron junto a nosotros, y alguien llevaba nuestro automóvil detrás de nuestro autobús. Entonces se acordaron de mí, me dijeron que introdujera la contraseña en mi teléfono. Les dije: «Me tiemblan las manos». Uno de ellos incluso dijo: «Déjala en paz ¿para qué necesitas eso?». El segundo, el más agresivo, me quitó el teléfono y también empezó a decir: «Aquí hay un video de las protestas…».
Nos llevaron al patio interior del departamento de policía; ya había varios muchachos tirados en el asfalto que venían del automóvil que habían traído delante de nosotros, y una chica estaba de pie junto a la pared. También me pusieron cerca de ella, de cara a la pared, y a los chicos los colocaron pegados a la otra. Escuché golpes y me di cuenta de que estaban golpeando a mi esposo, porque el que lo golpeó le dijo: «¿Para qué necesitas un brazalete blanco?» Era un brazalete de goma blanca que mi marido llevaba en el brazo, un símbolo de nuestro apoyo a Tikhanovskaya y a los cambios pacíficos. Quería mirar, pero los que estaban detrás de mí dijeron: «No muevas la cabeza».
Vinieron a recoger nuestros datos. Se me acercó un oficial, aparentemente del departamento de policía, sin máscara y vestido de paisano; tampoco pude verle la cara porque estaba de cara a la pared. Me pidió que introdujera la contraseña en el teléfono, pero me dijo: «Mashenka» (hipocorístico de María – nota del traductor), «Si necesita algo, por favor, dígamelo», un policía súper amable.
Mientras desbloqueaba el teléfono, logré borrar Telegram y algo más, porque les escuché decir que iban a comprobar a qué canales estábamos suscritos. Dijo: «Voy a ver qué es lo que has borrado», pero no pudo.
A los chicos y la chica del otro coche se los llevaron a otro sitio, y después empezaron a llamarnos por nuestros apellidos también a nosotros. Cuando iba de camino, un agente que parecía del OMON empezó a gritar que bajara la cabeza. Y un agente de paisano le dijo: «Déjala en paz, no pasa nada». Y entonces pasó lo siguiente. Nos dijeron que recogiéramos nuestras cosas, nos dieron los teléfonos, pero justo a un amigo lo llamó su mujer, y el tono de llamada es la canción «¡Cambio!» de Viktor Tsoi (la canción se ha utilizado como himno de las protestas – nota del traductor). Le ordenaron que le quitara el sonido, y alguien desde atrás dijo: «No os los llevéis todavía, no han aprendido la lección».
Nos llevaron y nos pusieron de cara a otra de las paredes del patio. A los chicos, con las manos detrás de la cabeza. Yo tenía las manos detrás de la espalda. A mi marido le pegaron en las piernas por haberse sonreído, le dijeron que abriera más las piernas. A mí al principio me dijeron que me pusiera como quisiera, pero un antidisturbios se me acercó y me dijo que también abriera las piernas. Todo este tiempo nos estuvieron dando distintas órdenes y no sabíamos lo que querían. Un antidisturbios dejó que se sentara un chico al que se le habían dormido las piernas, y otro se acercó, le dio una patada en las piernas y le dijo que se volviera a levantar y se pusiera de cara a la pared.
Estaban detrás de nosotros riéndose, decían: «Deberíais haberos quedado en casa». A un amigo nuestro se le durmió la mano, le prohibieron moverla, y le dijeron: «¿Para qué vas a las protestas si eres tan debilucho?». Nos decían las mismas frases que a otros conocidos que habían arrestado: «Vosotros nos tiráis cócteles Molotov», «os pagan los países occidentales».
Al final oímos cómo llegaba otro chico, y los golpes rítmicos de las porras contra su cuerpo. Había varias personas dándole una paliza con ensañamiento. Pedía que no le pegaran, pero ellos seguían maldiciendo y golpeándolo. Eso dio mucho miedo. Después se lo llevaron, y a nosotros nos dijeron que nos íbamos a quedar allí de pie hasta las siete de la mañana, el final de su turno. Después se nos acercó alguien y preguntó: «¿Quién es el más fuerte de aquí? La chica no». Sus colegas se rieron y señalaron a nuestro amigo. Lo obligaron a hacer flexiones contándolas, a quedarse quieto en las peores posturas y le decían que, si no hacía bien las flexiones, le darían una paliza. Todo con burlas y palabrotas. Después le dijeron que se sentara.
Después nos dijeron que nos soltarían sin denuncia alguna: «Esperamos que no participéis en ninguna protesta más». Llegamos a casa sobre las dos de la mañana. Los chicos tienen hematomas grandes de las porras de plástico. Pero no vamos a parar, porque su objetivo principal era asustarnos, pero ellos mismos están asustados y nos ven como enemigos.
Nikita Telizhenko, periodista de Znak.com, 29 años
Fui a una tienda a comprar ropa, porque después de las protestas anteriores se me había roto la que tenía. Cogí la bolsa con mis cosas. Llegué a la calle del Palacio de los deportes y, a mitad de camino, vi que detenían a todos los jóvenes que salían del autobús y los metían en vehículos de detenidos. Empecé a describirlo para la redacción. Cuando estaba haciéndolo, llegó un autobús del que salió gente corriendo y me agarraron de los brazos.
Me arrebataron el teléfono. Decidieron que, como estaba escribiendo algo y tenía conexión a Internet, sería un coordinador de las protestas. Vieron las fotografías de los equipos especiales, de las protestas anteriores. Me metieron en un automóvil y me llevaron a un furgón policial donde estuve dos horas. Intenté explicar que era periodista, y eso no les gustó nada.
Lo peor empezó junto al departamento policial del barrio «Moskovski», donde nos llevaron. Abren los vehículos, nos inmovilizan las manos tras la espalda. Si levantas la cabeza más de la cuenta te golpean en la nuca con la porra o el escudo. Te arrastran por el suelo. Vi que a un chico le estrellaron la cabeza contra el marco de la puerta por reírse un rato. Gritó, levantó la cabeza y le dieron otra vez.
Lo que más me impresionó vino luego: «la alfombra humana». Nos llevaron a uno de los pisos y lo primero que vi fue a gente tirada en el suelo. Por encima de ellos caminaban los antidisturbios y nos obligaron a nosotros. Tuve que pisar a un hombre porque me golpearon cuando intenté evitarlo.
Había sangre en el suelo, heces. Te tiran al suelo, no puedes girar la cabeza. Tuve suerte de llevar una máscara. Cerca había un chico que trató de darse la vuelta, lo golpearon en la cabeza con todas sus fuerzas con las botas, aunque ya antes lo habían golpeado brutalmente. Había personas con las manos rotas que no podían moverlas.
Obligaron a la gente a rezar. Trajeron a un chico que suplicaba: «Por favor, no nos peguéis». Le dijeron que lo iban a coger, y le iban a contar los dientes. Le dieron varios golpes. Se estaba ahogando con su propia sangre, y el antidisturbios le dice: «¡Recita el Padre nuestro!» Y oímos al chico con la boca toda rota recitando: «Padre nuestro, que estás en el cielo…»
El momento más aterrador es cuando estás sentado allí, y la gente en los pasillos, un piso más abajo, es golpeada hasta tal punto que no puede hablar, están aullando de dolor. Vuelves la cabeza: hay sangre en el suelo, la gente gritando y en la pared hay un cuadro de honor con los policías sonrientes que lo componen. Te das cuenta de que estás en el infierno.
Después del cambio de turno resultó que habían desaparecido dos detenidos. Se dieron cuenta de que nos confundían a unos con otros, y nos bajaron a las celdas de aislamiento. En cada una pusieron a entre 20 y 30 personas. No había ventilación, solo podíamos estar de pie junto a la pared. Después de una hora estaba todo húmedo de nuestra respiración. La gente mayor se encontraba mal, un chico perdió el conocimiento.
Alrededor de 16 horas más tarde de haber llegado al departamento policial, empezaron a sacarnos de malas maneras y a tirarnos en un furgón policial. Nos prohibieron sentarnos, nos estaban apilando en tres filas. Algunas personas con traumas acabaron poniéndose debajo de todos, no podían respirar. Ellos gritaban de dolor, y se les acercaban simplemente para golpearlos con la porras en la cabeza y humillar. Esto recordaba las torturas de la gestapo. Es imposible imaginar en la vida que algo así pudiera ser posible.
No nos dejaban ir al baño. Si alguien pedía permiso, le decían que hiciera sus necesidades allí mismo. Al final la gente verdaderamente se lo hacía encima, orinaba y hacía de vientre. En ese momento dejamos de pedir cosas. Ya en la comisaría nos dimos cuenta de que no nos iba a ayudar nadie. A los que se quejaban les daban las peores palizas.
Cuando el furgón echó a andar, permitieron a la gente que se moviera un poco arrastrándose, pero cuando alguien trataba de apoyarse en un asiento o levantaba la cabeza, le daban golpes de inmediato. Después los antidisturbios se aburrieron y nos ordenaron ponernos de rodillas y cantar el himno nacional. Eso lo grabaron con sus teléfonos. Mientras estábamos de camino, otros coches nos tocaban el claxon. Estoy seguro de que si los conductores hubieran sabido lo que estaba pasando, en lugar de tocar el claxon habrían tomado los furgones por la fuerza.
Yo perdí el autocontrol después de una hora y media. Les dije: «Disculpen, solo soy un periodista ruso, ¿qué es lo que he hecho? Empezaron a golpearme en los riñones, el cuello, la cabeza, pero no me respondieron. Conmigo había un chico que decía: «Por favor, fusiladnos ya, no nos torturéis». Y le respondieron que no iban a fusilar a nadie porque en la cárcel nos iban a torturar todavía más y que nos iban a violar a todos por turnos.
Cuando llegamos a [la prisión de aislamiento de] Zhodino, nos dijeron: «Despedíos de vuestras vidas, aquí os van a matar». Pero, para nuestra sorpresa, no nos recibieron mal. Los trabajadores de la prisión solo fueron crueles hasta que se fueron los de la Unidad Especial de Reacción Rápida (en ruso, SOBR – nota del traductor). La gente se alegraba de estar en la cárcel. Lo que más temían es que se los volvieran a llevar a Minsk en los furgones.
Allí me quedé tres o cuatro horas. Vino a buscarme un coronel, me sacaron, empezaron a buscar mis cosas. La gente que estaba conmigo se alegró de que me liberaran y de que fuera a poder hablar de lo que estaba pasando. A la salida nos recibió un representante del consulado. Me echaron de Belarús y me han prohibido la entrada durante cinco años, me llevaron a Smolensk.
Si no me lo hubieran prohibido, volvería a Belarús a trabajar. El pueblo belaruso es único, se toma los cambios de forma positiva y está unido por un objetivo común.
Natalia, 34 años
Iba con unas amigas por la calle sin causar problemas. Detrás de nuestro grupo apareció de pronto una multitud de gente que huía de los antidisturbios, y tras ella – los propios agentes del OMON. Algunos de ellos pasaron junto a nosotras corriendo, y uno, que se ve que se había cansado de correr, la tomó conmigo y con mi amiga. Decía: «¿De qué te ríes? Veo que te parece divertido. ¿También te divierte que hoy le hayan cortado la cara con una botella rota a un policía?» Y yo no me estaba riendo, quería que se fuera y nos dejara en paz.
Por algún motivo, esto lo puso furioso, me llevó a rastras a un microbús. En el microbús ya había gente. Nos preguntaban: «¿Qué, os gusta ser carne de cañón? ¿Dónde está vuestra Tikhanovskaya? ¿Dónde está vuestra Tsepkalo?»
Llegamos a la comisaría del barrio «Sovetski». En la calle nos pusieron a todos de cara al muro, y estuvimos de pie allí hasta el día siguiente. De vez en cuando nos cambiaban de sitio. Nos llevaron a un sótano donde nos quitaron nuestras cosas, los teléfonos, y nos llevaron de nuevo a la pared.
Alguien [al otro lado del muro] se acercó en su automóvil e intentó poner la canción «¡Cambio!» de Tsoi. Escuchamos cómo la policía se ponía de acuerdo para traerlos también aquí junto con sus «cambios». Había una chica buscando a su novio. Seguramente se había puesto de pie en el techo de uno de los automóviles, porque vimos su cara por encima del muro. Los policías hablaban entre ellos: «¡Mira, ahí hay una tía de pie, bájala de ahí!» Hablan de las personas con muchísimo desprecio.
A los chicos les pegaban. A un joven le rompieron una costilla, al parecer. Había una chica con la pierna llena de golpes, se los habían dado cuando se la estaban llevando, por lo que se veía. Antes que nada les pegaban a los que más se resistían. Después llegaron los furgones de detenidos y empezaron a subir a los chicos. Era obvio que estaban dándole a alguien una paliza dentro. Subieron a muchísima gente, y yo escuchaba, «¡Las piernas debajo del cuerpo! ¡Debajo!», y se oían golpes y gritos. Se los llevaban con los furgones llenos, a saber dónde.
Nos quedamos las chicas. Empezaron a llamarnos a entrar a la comisaría y a proponernos firmar los protocolos. Allí había escritas muchas tonterías: que yo había participado activamente en un mitin y había estado gritando el lema: «¡Stop, cucaracha!» (lema utilizado contra Alexandr Lukashenko – nota del traductor). Decidí que no iba a firmarlo. A los que firmaban, los llevaban a casa. A los que no, a la prisión de aislamiento de la calle Okrestina.
En realidad allí no son todos tan malos. Nos tocó un «poli bueno» que nos dijo: «Bueno, mientras no os vea nadie, podéis escribir mensajes de texto a vuestras casas». No sé si era fingido o si era bueno de verdad, pero me gustaría pensar que les queda algo de humanidad.
Debido al flujo incesante de arrestados, tenían muchísimo lío allí. Nos tendrían que haber puesto en el Centro de Aislamiento para Criminales, pero resultó que allí no había sitio y decidieron ponernos en una celda de aislamiento temporal. De allí nos trasladaron a lo que se llama un «vaso»: una habitación de menos de un metro cuadrado. Allí nos metieron a cuatro de nosotras.
Después nos pusieron en una celda para dos personas. Nos dieron un colchón. Las superficies que había aparte de las camas, ya ocupadas por dos mujeres, eran la mesa, un banquito y el suelo. Cada una durmió en un sitio: una en la mesa, que era como una estantería, otras en el colchón. Creo que pasamos un día entero sin comer, pero luego empezaron a traernos comida.
Cuando nuestros tres días llegaban al final y empezamos a decir que nos tenían que liberar, nos contestaron: «Aquí nadie os debe nada». Hablan contigo como si fueras un animal salvaje. Incluso con los animales está mal ser tan cruel. Esta gente está hecha de otra pasta: hablan con nosotros como con criminales, y entre ellos también.
Después de 74 horas, la noche del 13 de agosto, nos dijeron que saliéramos de la celda, nos sacaron a la calle y nos pusieron de cara a la pared. Nos dijeron que no nos devolverán las cosas, en mi caso el teléfono, el pasaporte, el carné de conducir, el dinero. Alguna gente llevaba encima la única copia de las llaves de su casa. Dos chicas siguieron quejándose, las golpearon y les dijeron que volverían a la celda.
Yo me volví y les pregunté: ¿Qué hacéis?, por lo que me gané un golpe en la cara con la mano y uno en la pierna con la porra. Uno muy cruel preguntó: «¿Quién más quiere sus cosas?», y después nos dijo que nos fuéramos corriendo. Nos habían quitado a todas los cordones de los zapatos, pero teníamos que correr hacia la salida. Nos dijeron: «Fuera hay un cuerpo de policía. Si os pillan, volvéis aquí».